Hay un lugar que aún no se si realmente visité, si fue mi imaginación o si fue alguien más.
¿Han tenido esa sensación de que algunos momentos de su vida transcurrieron entre la neblina? Como si todo hubiera ocurrido en blanco y negro y en un idioma distinto. Como si hubiéramos sido sólo una versión parecida a quienes realmente somos. Mi visita a Real de Catorce me provocó esa sensación.
Fué hace unos 6 o 7 años, yo vivía en Ciudad de México y recuerdo que llegando el invierno, yo necesitaba un descanso, desconectarme de todo. Hablé con mi pareja y le dije que desaparecería unos días en algún lugar. Aproveché el viaje a Torreón que haría para visitar a mi familia, antes, me desviará a San Luis para visitar Real de Catorce.
Conforme el viaje avanzaba, sentía que me iba hundiendo cada vez más en un estado de sopor y humo. Llegué a San Luis y de ahí tomé un autobús a Matehuala, era de madrugada. Recuerdo un frío y escueto desayuno en la terminal en donde debía de tomar el siguiente autobús al lugar de donde salían los vehículos que iban a real de catorce por el túnel de Ogarrio, el único acceso al pueblo por carretera.
No recuerdo a los otros pasajeros, tal vez yo era el único, sólo recuerdo el camino. El viejo autobús cruzó algunos pequeños poblados con casas de adobe y piedras, el ambiente estaba pintado en un tono sepia, justo como los gringos creen que es todo México a juzgar por los filtros de sus películas y series.
La gente en los pueblos, con rostros difuminados e irreconocibles, caminaban en las polvorientas calles sin levantar la vista, mientras jalaban alguna mula o cargaban un bulto con alimentos.
Llegamos a la entrada del puente de Ogarrio en donde esperaban algunos jeeps. Los conductores se comunicaban por radio al otro lado, pues lo angosto del túnel hacía imposible el cruce de dos vehículos a la vez, lo que obligaba a los choferes a coordinar las entradas y salidas del pueblo. Una especie de ritual de permiso para adentrarse en el pueblo.
Llegué a Real de Catorce, estuve ahí apenas unos días que se sintieron como semanas enteras. Encontré a la casa de mi anfitriona a los pocos minutos de haber llegado. Ella era cantante de ópera y jazz, tenía otros huéspedes que saldrían ese día y quienes me invitaron a comer en una pequeña mesita en el patio central. Terminando de comer, levantamos la mesa y todos se fueron. Mi anfitriona también se fue, no sin antes invitarme a una reunión nocturna con amigos, a la que como de costumbre, decidí no ir.
Recuerdo el frío profundo y la oscuridad del cuarto en donde dormí y donde leí durante horas interminables bajo las cobijas, los muros de esa vieja casa parecían acumular historias centenarias y años de humedad. Me sentí como debió de sentirse Juan Preciado en Comala. Hablando entre sueños, con los muertos. En las calles, los otros turistas me resultaban ajenos y despersonalizados, como actores de relleno.
Recuerdo haber pasado horas en un cementerio ubicado junto a una iglesia. No sé bien cómo llegué ahí ni por qué pasé tanto tiempo saltando entre las lápidas, leyendo los nombres y calculando las edades de los difuntos. Me senté en una pequeña barda de piedra para tomar el sol y sacudirme el frío, como una lagartija.
El tiempo corrió a una velocidad distinta. Creo que durante los tres días que estuve ahí no entablé conversación con nadie y les juro que no recuerdo una sola pizca del resto del viaje, ni cómo llegué a Torreón. Siento que fue uno de esos viajes profundos que contienen un mensaje importante. Aún no logro descifrarlo. En los últimos años he hecho planes para volver a visitar Real de Catorce sin poder hacer el viaje. Por una u otra razón no hay tiempo u oportunidad y sigo sin saber si debo regresar.
Si voy, tal vez no vuelva a salir. O tal vez nunca me fui de ahí quien escribe esto sólo es el sueño de quien se quedó.
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