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Una vida menos, una vida más.

Las lágrimas más sinceras son las de las salas de espera, las de los andenes vacíos y las vías marchitas, las que se quedan en el cristal de la ventana cuando uno recarga la cabeza. Los abrazos más profundo son los de las terminales, al abrirse las puertas, al arrancar el auto, al partir el tren.





Las partidas y las llegadas siempre nos demuestran de qué estamos hechos, de quiénes somos y a quiénes pertenecemos. Nunca deberíamos de tomarnos las despedidas a la ligera, francamente yo lo hago muchas veces. No por qué no las considere importantes, es que a veces me cuesta.


Hace un par de semanas, tuve una profunda despedida que estuve postergando por meses. Los últimos tres años, viví en Valle de Bravo, un pequeño pueblo a unos 15o km de la Ciudad de México. Me mudé ahí después de los intempestivos cambios en mi vida y sobre todo, por la profunda necesidad de llevar una vida más tranquilo y cercana a la naturaleza. Me fui a estudiar una maestría y encontré un proceso de aprendizaje mucho más profundo.


Mis últimos tres años en Valle de Bravo fueron un enorme viaje, estudiar la maestría en Turismo Sostenible, en la que ahora soy docente, conocer a nuevos socios, colegas, hermanos, vivir algunas duras tormentas y largas sequías. Viví la soledad más bella y profunda y tuve que construir y deconstruir varias veces mi persona, con ladrillos, con piedras, con las ramas de los árboles caídos, con el sonido de la noche en el bosque, con el río agua del río al pie de mi casa.


Vino la pandemia y me encontré en el mejor lugar posible, en medio de un bosque, alejado de otros humanos. Los viajes pararon, pararon por completo y el miedo nos invadió a muchos, pero el abrigo del bosque me abrazó y me dio la calma y la claridad que necesitaba para salir al terminar la lluvia.


Los viajes comenzaron de nuevo, la agenda se empezó a llenar con despegues y aterrizajes, la vida volvió a correr. Creo que Valle fue un alto en el viaje, un refugio de tempestades, un largo retiro obligado.


Hace unos días fui a despedirme de Valle de Bravo, recorrí las calles, sabiendo que no sería la última vez, pero que volvería sólo de paso. ¿Al final no estamos todos sólo de paso? Hice el ritual de despedida con todos sus actos, agradecer, disfrutar, hacer consciente el desapego.



Algo que he aprendido (a la mala), durante todos éstos años es que los cambios, los finales de viaje, las mudanzas y otras despedidas, deben de ser tomadas muy en serio. Saltarse éstos procesos, siempre cobra factura.


Me di un último día en el pueblo, sin prisas, sabiendo que volvería, pero sabiendo que dejaría de ser mi casa, agradecí por todo, por lo bueno, lo malo y lo que aún tendría que definirse, Reconocí que había terminado otra etapa, otra vida, una vida más de ese gato que presumo ser.


A la mañana siguiente, antes del amanecer, me puse el casco, encendí la moto y me fui, sabiendo que el que se iba, no era el mismo hombre que había llegado. El equipaje no era el mismo, cargué mi mochila con cosas nuevas, dejé otras enterradas en el bosque.

Una vida menos, una vida más.



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